Capítulo 5
Si la discreción es mejor que la valentía, para Lacey la distancia era mejor que el sentido común. Si no era capaz de estar cerca de Mitch DaSilva sin reaccionar a él, era mejor alejarse.
Pensando en ello, la joven se fue al extremo más lejano de la isla y pasó el resto del día allí. Caminó y buscó moras silvestres en una pequeña pradera cercana a la ensenada. También recolectó orzaga para complementar sus raciones de comida enlatada para la cena.
Cuando oscureció, empezó a tener mucha hambre, y ya no podía evitar a Mitch más tiempo, así que regresó a la cabaña. Pero durante todo el trayecto se recordó que no debía sucumbir a su atractivo. Él no era diferente de los hombres, que van tras lo que puedan conseguir. Si no podía verlo por sí misma, Danny lo había atestiguado.
Mitch no se encontraba en la terraza. La puerta de la cabaña estaba cerrada y la joven esperó que él apareciera de pronto, decidido a asustarla. Pero los únicos ruidos que oyó fueron los cantos de las aves, el viento entre los árboles y el mar que golpeaba las rocas. Subió por los escalones y abrió la puerta con cautela. Mitch dormía en la cama.
La decisión de Lacey de mantenerse indiferente desapareció. Permaneció junto a la puerta con la atención fija en el suave subir y bajar del pecho masculino, en las largas pestañas oscuras, en el cabello despeinado sobre la frente amoratada, en el párpado hinchado y el tobillo vendado.
No era una hermosa imagen, pensó. Pero luego se percató de que no era del todo cierto. Había algo indefiniblemente bello en Mitch DaSilva, aunque no sabía qué era con exactitud.
¿Fuerza en reposo? ¿Poder controlado? ¿Masculinidad latente? ¿Todo lo anterior? Lacey suspiró para fortalecerse. Sería una larga semana.
Él se despertó cuando ella hacía un puré de patatas. Había abierto una lata de guisado, y lo estaba calentando. Las almejas estaban hervidas y la orzaga cocida.
Había dado de comer a Jethro para que dejara de molestarla, y el gato yacía satisfecho en un sillón.
—Bien, ya estás despierto —dijo la joven con ligereza cuando sintió la mirada de Mitch encima—. Puedes poner la mesa.
Él pareció confundido; luego se encogió de hombros y se levantó.
—Sí, jefa —respondió, e hizo una mueca al apoyar el pie lesionado. Lacey sintió una punzada de preocupación, que sofocó inmediatamente. Sería muy fácil consentirlo. Pero, a pesar de que quizás lo mereciera, no lo haría, porque Mitch se aprovecharía de lo que pudiera.
Él puso la mesa y ella llevó la comida.
—¿Has preparado tú todo esto?
—¡Qué crees? ¿Que lo he pedido a domicilio?
—No lo digo con sarcasmo, Ferris, sino con sorpresa.
—Sí, lo he preparado yo —se sonrojó, apenada por su reacción.
—¿Qué otras virtudes de ama de casa tienes? —preguntó él con una sonrisa brillante.
—Para ti, ninguna —gruñó Lacey.
—Oh, bien. Se me había olvidado que ya tienes a un hombre afortunado —su voz tenía un indicio de duda y de burla que la puso nerviosa, pero al menos aquella vez ella tuvo la inteligencia de no caer en la trampa.
Mitch se sentó y tocó la orzaga que le sirvió.
—¿Qué es esto? —preguntó con sospecha.
—Orzaga. Una versión local de la espinaca.
—¿Conoces las plantas locales comestibles? —parecía dudar.
—No pretendo envenenarte. Aún.
—Está bastante bueno —sonrió al probar un bocado.
—Sí, está bien —asintió ella.
Él siguió comiendo con gran apetito, probando las almejas, el guisado y el puré.
Finalmente se llenó el plato de moras. Cuando terminó se apoyó en la silla y se puso las manos sobre el estómago para sonreírle.
—Bueno, al menos el hombre afortunado no morirá de hambre.
—Gracias —sonrió Lacey, forzadamente.
—Como tú has cocinado, yo lavaré los platos —echó la silla hacia atrás.
—No lo harás —asombrada, Lacey protestó.
—¿Por qué no?
—Porque debes mantener en reposo el tobillo.
—Ha reposado la mayor parte del día.
—Y está mejor, ¿no? Entonces no lo apoyes el resto del día y quizá mañana puedas hacer algo. Quizá miércoles y jueves puedas cocinar y lavar los platos.
Veremos qué clase de ama de casa eres.
—No quiero serlo —gruñó él.
—Esposo, entonces —corrigió Lacey.
—Jamás —fue categórico—. No me voy a casar.
—No —dijo ella, después de un momento—. Supongo que no.
Luego se puso de pie y empezó a recoger la mesa. Salió de la cabaña para lavar los platos y volvió para secarlo y colocarlo todo. Mitch la observó todo el tiempo.
—¿No tienes otra cosa mejor que hacer? —se quejó Lacey. Pero él sólo sacudió la cabeza y la observó con los ojos entrecerrados.
Molesta, la joven continuó trabajando. Él sólo quería enfadarla, y ella lo sabía.
Era peor que Donald Barrington y Gordon Leacock combinados, capaz de provocarla y desconcentrarla al mismo tiempo.
De repente, él se puso de pie y Lacey se encogió.
—¿Temes que te ataque?
—¡Por supuesto que no!
Él no dijo nada más. Después de un largo momento, durante el que ella sintió la fuerza de su mirada, él suspiró y se acercó a las estanterías que había junto a la chimenea. Revisó los libros, cogió uno y cojeó hasta el sillón.
Curiosa por saber su elección, Lacey estiró el cuello.
—Es El Príncipe valiente —informó Mitch con sequedad, sin levantar la mirada.
Lacey frunció el ceño ante su percepción y también por su selección.
—¿No lo has leído? Yo lo leí cuando era niña.
—Cuando yo era niño no tuve tiempo para leer —indicó él, tajante.
Lacey sintió una punzada de compasión por él. No podía imaginar una infancia sin el escape de los libros.
—Es una lástima... —empezó, pero él la interrumpió.
—Lo estoy compensando ahora —inclinó la cabeza y empezó a leer.
La joven lo miró durante un minuto antes de acercarse a las estanterías. Pero ya no había ahí ninguna sorpresa para ella. Le despertaron memorias de la infancia, por supuesto, pero aquella noche no necesitaba recordar, sino distraerse.
—Supongo que no habrás traído nada —le preguntó a Mitch después de haber comenzado a leer dos libros y haberlos dejado en su sitio, insatisfecha. El sacudió la cabeza.
—Sólo el diario de navegación del Esperanza —dijo.
—¿Dónde está? —Lacey se animó.
—Lo tiré cuando me caí. Está en alguna parte de la colina.
—¿Lo dejaste allí?
—No va a llover.
—Aún así... —ella se puso de pie para dirigirse al gancho del que colgaba su chaqueta.
—Déjalo. Está oscuro. Sería tonto salir a buscarlo esta noche.
—Salí a buscarte anoche.
—Y te lo agradezco —expresó él con seriedad—. Pero yo estaba en peligro. El diario no.
—No comprendo... —Lacey frunció el ceño.
—¿Qué pasaría si te cayeras?
—No creo que suceda.
—Pero si sucediera —insistió él—, no podría ir por ti. Estarías herida, igual que yo. Y entonces qué sería de nosotros?
—Seríamos demandantes en un juicio doble contra el tío Warren —sugirió ella.
—No es mala idea —Mitch sonrió.
—Quizá podrías ganar el Bar F y yo Puffin Patch —lo miró con curiosidad—.
¿Para qué quieres el Bar F?
Aquella era otra cosa que no tenía sentido, como el asunto del monasterio.
Mitch DaSilva tenía la reputación de convertir en oro todo lo que tocaba. Pero el Bar F nunca había sido rentable, ni para sus tíos ávidos de dinero, y no podía imaginar que Mitch lograra hacerlo producir, aun con su mano de Midas. Él titubeó.
—Quiero que sea un rancho funcional.
—No te dará dinero. Nunca lo ha hecho.
—No importa.
—¿Lo quieres para reducir impuestos?
Él sacudió la cabeza y se apoyó contra el respaldo.
—Lo quiero... para unos niños.
—Creí que no pensabas casarte —Lacey ladeó la cabeza.
—No me voy a casar —aseveró él, cortante—. Y no son mis niños. Quiero hacer una especie de... campamento. Un lugar para chicos como fui yo —hizo una mueca
—. Los que nunca tuvieron tiempo para leer.
Lacey lo miró, tratando de combinar el Mitch duro que jamás contraería matrimonio, con aquel hombre que parecía tener una debilidad por los niños.
—Ellos también merecen tiempo —agregó él con frialdad—. No es sólo para chicos adinerados, ¿lo sabes?
—Por supuesto que lo sé.
—Bien, pues deseo ofrecerles tiempo y un lugar que podría cambiar su vida. Un lugar donde puedan aprender a trabajar duro y a sentirse bien consigo mismos —
prosiguió él y Lacey lo observó boquiabierta, asombrada al descubrir que era mucho más complejo de lo que había imaginado—. No espero que lo comprendas —añadió cuando ella permaneció callada.
Lacey se molestó.
—Muchas gracias. Pero da la casualidad de que comprendo muy bien.
—No creo. Una pobre chica adinerada como tú...
—Oh, basta, DaSilva. ¿Quieres hacerte merecedor del premio al hombre más autocompasivo? Si la pobreza es una virtud tan grande, ¿por qué no dejas que los chicos vivan en ella?
Mitch se ruborizó.
—No he dicho que lo fuera.
—No tenías que decirlo. Lo único que has tenido que hacer es mirarme con desprecio por encima de tu nariz corva.
—¡Nariz corva! —la miró iracundo.
Lacey se encogió de hombros.
—Supongo que puede ser atractiva para algunas mujeres...
—Pero para ti no, ¿verdad? —su tono era sedoso; la ira desapareció y dejó cierto humor travieso en su lugar. La joven deseó haber mantenido la boca cerrada. ¿Por qué diablos había hecho aquel comentario personal? Porque él la había provocado, por supuesto.
—Oh, vete al diablo, DaSilva —dijo y se encaminó hacia la puerta.
—No te atrevas a salir —la voz de Mitch sonó seca y autoritaria.
Lacey se volvió y alzó la barbilla, desafiante.
—¿Quien me va a detener?
Mitch se puso de pie, pero no se movió.
—Tú —dijo, sereno—. Por primera vez en tu vida, Lacey Ferris, vas a mostrar un poco de dominio sobre ti misma.
La furia invadió a la joven. ¿Dominio de sí misma? ¿Cómo se atrevía a darle una lección de autocontrol? ¡Conque dominio de sí misma! Gracias a eso él seguía de pie en aquel mismo momento. Si perdía el control, lo derribaría de un golpe.
—Tienes que aprender a no huir cada vez que algo no te agrada.
—No sabes nada acerca de mí, Mitchell DaSilva —replicó ella hiriente—. Así que no pretendas darme una lección. De hecho, no pretendas nada —hizo una pausa y habló de nuevo—. Ahora siéntate y lee tu libro como niño bueno. Quizás aprendas algo. Y no tengas miedo de que te deje solo. Me quedaré aquí. Me voy a la cama.
Lacey no supo cuándo se acostó él. Un día tan ajetreado, posterior a una noche de insomnio, la dominó en cuanto ella apoyó la cabeza en la almohada.
Para ser sincera, ni siquiera sabía si él se había acostado en la cama. Sólo la depresión que había en la otra almohada indicó que lo había hecho. Aquello y la vaga memoria de haber estado rodeada por los tibios brazos de alguien.
Pero cuando al fin abrió los ojos a la mañana siguiente, estaba sola. Ya era tarde, pues el sol entraba por las ventanas.
—Maravilloso —musitó Lacey y se levantó, silbando mientras se quitaba el camisón.
De pronto la puerta se abrió de par en par.
—Estás alegre esta mañana —dijo Mitch y se detuvo al mirarla.
La luz del sol convertía el cuerpo de la joven en oro, delineando sus curvas y encendiendo el halo luminoso de sus rizos. Él se quedó paralizado donde estaba.
Lacey también se paralizó un instante; luego se bajó el camisón con rapidez y brincó a la cama para cubrirse hasta la barbilla con el edredón.
—¡Vete de aquí!
Durante un momento Mitch no habló. Luego se apoyó en la puerta y sonrió.
—¿Por qué? ¿Es día «de mira, pero no toques»?
La joven buscó algo con la mano junto a la cama y encontró un zapato. Se lo arrojó.
—¡Vete!
—No puedo —él sacudió la cabeza.
—Tienes que irte.
—No lo haré.
—Lo harás, ¡demonios!
Él sacudió la cabeza de nuevo y sonrió. Lacey le lanzó el otro zapato. Él lo esquivó con facilidad, mostrando así lo recuperado que estaba su tobillo.
—Puedes hacerlo —lo acusó—. Estás bien. Anda. ¿Qué esperas?
—¿Hace falta que preguntes? —él sonrió. Ella masculló su desaprobación y permaneció donde estaba—. ¿Qué sucede, Ferris? ¿No estás acostumbrada a que los hombres aprecien tu cuerpo? —preguntó él y ella lo ignoró. Cuando Mitch comprendió que ella no respondería, se encogió de hombros con calma—. Es un striptease interesante. Creo que nunca había visto nada igual.
—¿Debo suponer que has visto muchos? —inquirió Lacey, provocándolo.
Él sonrió seductor.
—Algunos. Pero no me aburriré, si es eso lo que te preocupa.
—No me preocupa aburrirte —tronó Lacey—. Me preocupa que tenga que matarte, que me encierren el resto de mi vida porque me induzcas al homicidio.
—¿Así están las cosas? Debes de estar bastante frustrada. Pobre Ferris —dijo él y ella buscó algo más para lanzarle. No encontró nada—. ¿Qué te parece si me tiras el camisón? —sugirió Mitch, burlándose abiertamente—. Y luego las bragas. ¿O acaso no usas bragas, Ferris? No me he fijado.
Lacey desapareció debajo del edredón y juró no volver a salir jamás.
Al fin huyó cuando escuchó que él cortaba leña. Según su reloj, sólo era una hora después. Su humillación hizo que le pareciera un siglo. Saltó de la cama, se vistió corriendo y salió de la cabaña con cautela para bajar por la colina sin que él la viera. Si lograba pensar en cómo mantenerse alejada de él durante los próximos cuatro días, sin mencionar el resto de su vida, se sentiría bien.
Se encaminó hacia el bosque, sin dirección. Pero descubrió que, de manera inconsciente, seguía el sendero hacia donde él se había caído. Era como si deseara encontrar el diario de navegación del Esperanza cuando ya no quería saber nada de Mitch DaSilva.
De cualquier forma, se dijo, el diario tenía poco que ver con Mitch. No había sido dueño del barco mucho tiempo y el diario abarcaría muchos años. Sería interesante aprender algo acerca de los lugares que había visitado el Esperanza antes de su final ignominioso.
El sendero no era tan peligroso de día. No fue difícil encontrar el diario tirado entre las hojas de pino. Su portada roja de piel destacó con viveza. Lacey descendió por la pendiente desmoronada, lo limpió, se sentó y lo abrió.
El primer registro era el ocho de julio de 1947. Con una letra firme, alguien relataba el primer viaje del velero.
Cielos despejados y suaves vientos del oeste. Un día de sueño para un barco de sueño.
Quizás sea un presagio.
Lacey se preguntó qué habría pensado aquella persona del fin del Esperanza.
Pasó las páginas, notando los cambios de las letras, la cantidad de temas que habían escrito los varios dueños del velero. Durante cierto tiempo, descubrió Lacey, el barco había zarpado de Marblehead, luego de Mystic y Sandi Hook. En los años sesenta, había viajado con frecuencia al Caribe, y su puerto de salida había sido Palm Beach. Después, en los setenta, regresó al norte, a Portsmouth y sus alrededores.
Curiosa, agradecida por poder distraerse de su situación, Lacey se apoyó en un árbol y comenzó a leer.
Algunos de los registros eran concisos y directos; otros eran cantos al viento y al clima y discusiones prolijas acerca de quienes se encontraban a bordo, qué comían y qué pensaba el autor al respecto.
No leería los registros de Mitch. Lo había decidido.
Y hubiera cumplido su promesa si el viento no hubiese soplado, levantando las hojas de los registros posteriores. De pronto una frase le llamó la atención.
Encontré a Sarah en mi cama anoche.
Lacey cerró el diario. Luego, pensándolo bien, lo abrió de nuevo con lentitud.
Quizá no lo escribiera Mitch. Quizás fuera otra persona. Pero revisó la letra y le resultó obvio que era de él. Era la misma letra firme que le conocía. Encontró la fecha.
Era de hacía dos años, cuando Mitch DaSilva compró el Esperanza.
Había apuntado dónde lo compró, cuánto le había costado y el trabajo y dinero que tendría que invertir para que pudiera volver a navegar. Luego había firmado con su nombre.
Lacey suspiró. No podía detenerse. Comenzó a leer.
Parecía que había vivido en el barco durante el tiempo que tardó en arreglarlo.
Había una crónica diaria del trabajo que había realizado: raspar, lijar, pintar, clavar.
Fascinada, Lacey continuó leyendo.
Descubrió algunos vacíos periódicos de varios días, seguidos de un comentario acerca de adónde había ido por negocios. Volaba a Los Ángeles, a Chicago, a Dallas o a Miami, y ella confirmó todo lo que Danny le había contado acerca de los extensos negocios de su hermano.
También descubrió que, sin importar a dónde fuera él ni el tiempo que tardara, la fiel Sarah estaba siempre allí, esperándolo.
El primer registro sobre ella databa de nueve meses atrás. Era un garabato que sólo decía: Parece que Sara va a mudarse aquí.
No parecía muy entusiasmado, pensó Lacey. Pero quizá Sarah, quienquiera que fuera, fuera insistente y estuviera empeñada en conquistarlo. Al menos, lo parecía.
Aún así, él permitió que se mudara, pensó la joven, indignada.
Y pronto fue evidente el porqué.
Unos cuantos días después de que encontrara a Sarah en su cama, escribió: Sarah me enloquece. Esta mañana me despertó a las cinco.
Lacey pudo imaginar por qué. ¿Sería él tan maravilloso? Aparentemente, Sarah lo creía así.
«Anoche hubiera podido averiguarlo», se dijo Lacey. Tensó la mandíbula ante aquel pensamiento, pero no cerró el diario. Siguió leyendo.
Unos días después, Mitch escribió: Anoche no dormí. Sarah lo está haciendo de nuevo. Se está convirtiendo en una verdadera tigresa.
Lacey sintió que le ardían las mejillas.
Mitch y Sarah, acompañados por Jethro, habían navegado por la costa de Maine en julio. En agosto permanecieron en Long Island Sound. Unas veces navegaban con amigos; otras, solos. En ocasiones, Mitch escribía extensivamente sobre los mares y el tiempo, y a veces acerca de la gente que llevaba a bordo. La joven sonrió cuando leyó que Jethro había robado el pollo que había descongelado para la cena. Luego encontró un registro que la detuvo en seco.
Habían estado en New Bedford, camino al norte y nuevamente por el cabo para navegar hasta Porstmouth, y Mitch escribió: ¡Espero que lleguemos a tiempo. Sarah va a dar a luz cualquier día de éstos!
«¡Caracoles!» pensó Lacey. Sarah estaba encinta. «Había estado encinta», se corrigió. Era obvio que ya habría tenido a su hijo. ¿Hijo de Mitch?
«No», pensó ella de inmediato. «No te engañes, Lacey Ferris», se dijo después.
«¿De quién más podría ser? Él nunca dijo que no deseara hijos, sólo que jamás contraería matrimonio.»
Se le secó la boca pero continuó leyendo decidida.
Habían llegado a Porstmouth a tiempo. Gracias al cielo, escribió Mitch. Parece que Sarah quiere irse de nuevo en cualquier momento. Esta noche la dejaré en tierra firme.
Aquello fue todo.
En vano siguió leyendo, porque después de aquello el nombre de Sarah fue mencionado sólo una vez, cuando el siguiente viernes Mitch escribió: Sarah se quedará con los McCabes. Es una buena solución; será feliz allí.
El siguiente fin de semana, cuando salió a navegar, tuvo la audacia de escribir que había llevado a una rubia preciosa de Bridgeport llamada Vicky. ¿Y Sarah? ¿Qué había sucedido con ella?
Lacey revisó lo que seguía, sin éxito, hasta llegar al último registro hecho una noche antes que ella se encontrara con él en Boothbay. No más Sarah. ¿Y el bebé?
¿No le importaba?
«A Mitch le gustan los retos», las palabras de Danny hicieron eco en sus oídos.
«Pero no va a sentar la cabeza. Coge lo que desea y se va.»
Era obvio que había hecho aquello con la pobre Sarah. Y haría lo mismo con ella, pensó Lacey, si se lo permitía.
Se oprimió las mejillas con las palmas, contenta de haber huido. ¿Qué importaba que pareciera una tonta cuando huía? Al menos no había sucumbido a su encanto. Y no lo haría. Pasara lo que pasara.
Sólo deseó sentirse tan indiferente con él como con Gordon y Danny y el resto del sexo masculino. Sería mucho más fácil. Bien, se lo habían advertido. Danny lo había hecho y, de alguna manera, Mitch también.
Cerró el diario y se lo colocó debajo del brazo para ponerse de pie. No regresaría a la cabaña después de lo ocurrido por la mañana. Recordó cómo su mirada hambrienta y su sonrisa burlona la hicieron sentirse arder. Sabía lo que había sucedido entre él y Sarah; se había dado cuenta de que su huida era más urgente que antes. No contaba con ver a Mitch en la cima de la pendiente cuando subió por las rocas.
—¡Ferris! —gritó él y Lacey se volvió de inmediato y corrió hacia abajo—. ¡Oye, Ferris! ¡Espera!
Pero ella no se detuvo. Corrió tan deprisa como pudo y cruzó el bosque hasta la orilla más lejana. Era como si estuvieran jugando al escondite. Afortunadamente, ella tenía ventaja. Conocía la isla y no tenía el tobillo herido.
Mientras recolectaba fresas, lo vio acercarse y desapareció en el bosque; luego escapó hacia la punta rocosa cerca de la cueva. Él la siguió. Ella vislumbró su camisa de color esmeralda a lo lejos y se escondió detrás de las rocas para meterse en la cueva sin que él la viera.
La cueva no era visible a menos que se supiera dónde estaba. Mitch no lo sabía y pasó a unos metros de ella, cojeando, apoyado en un palo, buscando entre las rocas.
Afortunadamente, él se fue mucho antes de que subiera la marea. Cuando lo hizo, ella escapó, pero permaneció en el bosque hasta que se puso el sol, contenta de ser demasiado ágil y astuta como para que él la atrapara. Era una victoria pequeña, pero satisfactoria.
Quizá fuera eufórica por haberlo esquivado, tal vez un momento de descuido, o pura estupidez, el caso es que corrió hasta la orilla y se puso a bailar alegre encima de unas rocas y, de pronto, se cayó.
Se resbaló y se cayó hacia adelante, golpeándose las rodillas contra las rocas y lastimándose la barbilla y los labios.
—¡Auxilio!
Permaneció tendida, con el agua a sus pies, las rodillas punzantes y la cara doliente. Durante un momento no pudo moverse. Luego lo hizo, lentamente.
Alzó la cabeza y miró a su alrededor, temiendo la posibilidad de que Mitch hubiera presenciado su caída, esperando que en cualquier momento apareciera cojeando para burlarse de ella. No vio a nadie.
—Gracias al cielo —musitó, tocándose con cuidado la barbilla raspada.
Metió la mano en el agua y se lavó la cara. Le ardió y lanzó una maldición.
Luego se puso de pie y caminó con cuidado, calculando cada paso que daba al avanzar hacia el bosque. Tenía que regresar a la cabaña, y lo sabía, pero deseaba hacerlo mucho menos que antes. Por distintas razones.
Se sintió como una tonta. Quizá, pensó sombría, merecía sentirse así. Su comportamiento durante el día había sido infantil. Una mujer normal no se hubiera pasado el día jugando al escondite con un hombre herido. Pero el hombre herido la provocaba más allá de lo que podía tolerar, se recordó.
Sí, respondió una vocecita interior, ¿pero cuántas mujeres adultas se habrían avergonzado por ser vistas semidesnudas? ¿Cuántas mujeres normales habrían huido en circunstancias similares? La mayoría hubiera presumido de sus atributos femeninos. La mayoría hubiera coqueteado en vez de huir. Lo que significaba que ella, Lacey Ferris, no era normal.
—Qué sorpresa —murmuró. Era exactamente lo que le habían dicho sus primos durante años. Era lo que Gordon le había gritado cuando ella huyó de la habitación donde lo había encontrado con su secretaria:
«¡Si hubieras cedido no me vería forzado a hacer esto!» Todavía la hería el recuerdo.
Permaneció parada en la oscuridad considerando sus opciones. Regresar a la cabaña o no. Comportarse como adulta o no. Enfrentarse a Mitch DaSilva con el dominio que él creía que no tenía, o correr para esconderse. Ya había hecho lo último y no había sido muy afortunado.
Realmente, no tenía opción. Además, ya estaba prevenida. Jamás permitiría que le sucediera lo que a Sarah.
Cuadró los hombros y caminó despacio hasta la cabaña. Titubeó cuando alcanzó el claro, pero reunió todo su coraje y lo que quedaba de sentido común para subir por los escalones y abrir la puerta.
Esperaba una burla, una carcajada, un comentario como el que la había ahuyentado por la mañana. Sin embargo, Mitch se encontraba de pie junto a la chimenea, mirando al fuego, con los hombros corvos y las manos en los bolsillos. Se volvió cuando la oyó entrar y frunció el ceño.
—¡Por Dios, Ferris! ¿Qué ha pasado? ¿Te encuentras bien?
Lacey, aturdida por su preocupación, aliviada porque no tendría que defenderse, descubrió que estaba temblando.
—Sí... —logró decir—. So... sólo me he caído.
—¿Te has caído? ¿Dónde? ¿Te has roto algo?
—Estoy bien.
—No lo creo —él le rozó la mejilla. Ella dio un paso atrás y él hizo una mueca
—. Sólo quiero saberlo —dijo con pesadumbre.
Ella se sintió como una tonta, pero se quedó de pie, rígida, cuando él volvió a tocarla, volviéndole la cara hacia la luz.
—Sólo… estaba paseando —empezó a disculparse.
—¿Por qué? ¿Tenías miedo de que desapareciera?
—Temía que te pasara algo y no pudiera encontrarte. Demonios. Tenía razón cuando decía que no tienes dominio sobre ti misma.
—Tengo el dominio necesario —Lacey trató de soltarse.
Él la sostuvo.
—Veremos —dijo sombrío—. Iré por agua para limpiarte.
—Yo puedo hacerlo.
—Yo quiero hacerlo. Quédate ahí —su tono no permitía discusión, y ella tenía pocas ganas de discutir. Sentía el labio tan grande como una manzana y el doble de rojo. Se sentó y se percató por primera vez, de que tenía mucho frío. Se frotó las manos.
Mitch, que entró con un balde de agua, murmuró una maldición.
—Estás congelada. Anda —la levantó antes de que ella protestara para acercarla a la chimenea. Luego, con la cabeza, le indicó que se sentara, y cuando ella lo hizo, él se acomodó sobre un banco y comenzó a limpiarle la boca.
Lacey empezó a protestar, pero el trapo le cubrió la boca y sofocó sus palabras.
Mitch sonrió.
—¡Por qué no habré pensado antes en amordazarte?
—Porque duele —replicó ella.
—No seas infantil, Ferris —parafraseó lo que ella le había dicho días antes.
Lacey cerró la boca y soportó sus cuidados. Pero no pudo evitar un suspiro de alivio cuando él terminó—. No está mal, Ferris —comentó Mitch entonces—. Ahora, si pudieras mostrar el mismo dominio el resto de tu vida... ¿Es todo? ¿No hay más heridas?
—No. Bueno, me... me raspé las rodillas, pero yo me las curaré —añadió con rapidez. Esperaba otra provocación, quizá seguida por la sugerencia de que debía desnudarse para que él la viera.
—Te traeré un poco de agua limpia —dijo él y se puso de pie de nuevo; se volvió y salió cojeando por la puerta.
Cuando regresó, no sólo llevaba un balde de agua limpia y una toalla, sino también la mampara para ponérsela delante.
—¿Qué haces? —preguntó Lacey.
—Querrás cambiarte —contestó él—. Esto es sólo por si necesito volver —y salió de nuevo, cerrando la puerta tras de sí.
La joven lo miró pasmada. ¿Un tipo de disculpa? Jamás lo hubiera creído. No estaba segura de creerlo aún.
Pero no perdería tiempo pensándolo en aquel momento. ¿Cuánto tiempo duraría su nueva actitud? Se quitó el pantalón e hizo una mueca al verse las rodillas raspadas. Con cuidado, se las limpió con el agua helada del balde, y luego se las secó con la toalla. Después se quitó el jersey y la blusa para ponerse el camisón; aunque la incomodaba, no tenía alternativa. Se envolvió con la manta y colocó su pantalón húmedo en el suelo junto a la chimenea. Lo lavaría por la mañana. Entonces sólo deseaba acostarse.
La cama. La cama significaba sentir los brazos de Mitch rodeándola de nuevo.
Significaba calidez y comodidad, y, al mismo tiempo, el despertar de sentimientos que no quería sentir. Sentimientos que aquella noche en particular no deseaba.
Llamaron a la puerta suavemente.
—¿Estás vestida? —inquirió Mitch y abrió la puerta un poco. Su mirada fue primero a la cama y después, como no la encontró, la buscó en el rincón de la cocina
—. Usa la cama —le dijo—. Yo usaré los sillones —agregó y ella se quedó pasmada de nuevo. Abrió la boca y la cerró de inmediato, incapaz de pensar en algo inteligente—. Dame las gracias y métete en la cama —sugirió él con sequedad.
—No necesito que me des clases de buenos modales —replicó ella y sintió una punzada de alivio. Al menos las cosas volvían a la normalidad. Pero si esperaba una respuesta tajante de Mitch, se decepcionó. Él se pasó una mano por el cabello despeinado.
—No, es cierto —asintió—. Necesitas descansar, ¿por qué no te acuestas?
Lacey permaneció donde estaba, indecisa, pero al fin se encogió de hombros.
—Creo que tienes razón —dijo, y sólo por un instante lamentó parecer tan ingrata. Cruzó la habitación y se deslizó en la cama, donde se deshizo de la manta con que estaba envuelta. La iba a tirar al suelo a su lado, pero cambió de idea y la lanzó en dirección del sillón junto al fuego.
—La necesitarás —dijo a modo de explicación; luego se volvió hacia el otro lado y cerró los ojos.
Por supuesto que no se durmió de inmediato. Permaneció acostada, inmóvil y callada, consciente de cada uno de los movimientos de Mitch. Oyó que cerraba la puerta y que cojeaba hasta donde se encontraba el otro sillón. Escuchó que lo arrastraba hasta ponerlo frente al que estaba junto a la chimenea. Cuando se sentó en uno de los sillones para quitarse los zapatos, rechinó. Oyó el susurro de la tela, el tintineo de su cinturón cuando lo desabrochó y el de las monedas en sus bolsillos cuando el pantalón cayó al suelo. Escuchó el crepitar del fuego cuando él introdujo más leños en la chimenea. Luego, unas pisadas suaves hasta la lámpara de petróleo y la oscuridad. Lacey esperó y contuvo el aliento. Las pisadas pasaron a su lado de nuevo. Los sillones protestaron con más vehemencia cuando él se acostó en ellos.
La joven sabía que no estaría cómodo. ¿Cómo iba a estarlo si medía varios centímetros más que ella? Aun así, ¿cómo iba a quejarse del único gesto caballeroso que había mostrado desde que lo conocía?
Quizá se sintiera culpable por haberla ahuyentado. Tal vez fuera su manera de decir que lo lamentaba. El problema era que, con el transcurrir de los minutos, Lacey descubrió que también se sentía culpable. La culpa no era sólo de Mitch. Ella había huido, humillada, cuando lo que debió hacer era enfrentarse a él. Se había comportado como una niña y él la trataba como tal. «¿Y Sarah?», se preguntó.
Sarah, se dijo enseguida, no tenía nada que ver en todo aquello. Era problema de Mitch. Pero saber de ella ayudaba a Lacey a lidiar con el suyo. Tenía bastante autocontrol, y podría usarlo ventajosamente si permitía que Mitch compartiera su cama. Aquello demostraría que no corría el riesgo de convertirse en otra Sarah.
—No tienes que dormir en los sillones —dijo de pronto.
—¿Es un ofrecimiento? —Mitch se sentó.
—¡No, no lo es! Sólo quiero decir que no me lastimarías si durmieras aquí. No me preocupa —se apoyó en un codo y lo miró irritada.
—Creía que te preocupaba otra cosa —su voz fue suave, pero sus palabras contenían un desafío. Lacey tragó saliva.
—Es... esta mañana exageré. Estaba avergonzada.
Él no se movió. La joven podía verlo, delineado contra el fuego, los hombros apoyados en el respaldo del sillón, el cabello caído sobre la frente, la cabeza inclinada.
—Ya lo he notado. Aún no puedo comprender por qué. La mayoría de las mujeres...
—No soy «la mayoría de las mujeres» —objetó Lacey, molesta.
Mitch se acomodó en la silla.
—Empiezo a entenderlo.
—Entonces, ¿vas a venir a la cama?
—No lo sé.
—No cambiaré de opinión, si es eso lo que temes.
Él sacudió la cabeza lentamente.
—Ferris, no estoy seguro de a qué le temo. Pero es cierto que temo a algo que te concierne.